TRADICIONES GODÍNEZ: FIESTAS DE FIN DE AÑO

DEVENIRES COTIDIANOS, por Susana Ruvalcaba

Diciembre llegó y todas las agendas sociales incluyen inevitablemente las llamadas posadas que no son otra cosa que un eufemismo para hablar de una reunión de compañeros de oficina cuyo éxito es directamente proporcional a la cantidad de alcohol que se sirve durante la misma

Para muchos esta semana dieron arranque las reuniones, comidas, desayunos o cualquier genérico intercambiable para los que se destinan algunas de las horas laborales cuya finalidad es la de apelar a la sana convivencia social entre Godínez.

Sí. Ya hemos establecido que soy un grinchpor aquí-. Eso de tener que asistir a eventos sociales tal como uno tiene que atender reuniones de trabajo –de las que hablamos acá– no me parece la cosa más divertida del mundo. El simple hecho de intercambiar esas horas de santa paz en la soledad de su escritorio y la complicidad de su computadora por el ruidoso escenario de la convivencia forzada me resulta un mal innecesario.

Lamentablemente muchas de las reuniones de fin de año requieren de asistencia voluntaria pero son de carácter forzoso. Y como si no fuera poco que el previo no nos ayuda a tener un ánimo adecuado, es peor aun cuando nos toca compartir mesa con aquellos que detestamos no son nuestras personas favoritas, cuando la comida es malísima o simplemente cuando lo único que deseas es estar en casa entrepiernado con tu Netflix y alejado de toda interacción humana.

Adicionalmente, queridos lectores, las fiestas de fin de año son la ocasión ideal para que conozcamos el yo verdadero de aquellos con los que compartimos nuestras jornadas laborales, día a día. No hay un solo chisme de amorío que no nazca o se confirme en estas reuniones. Ni una sola reunión en la que todos se mantengan medianamente sobrios.

Basta que una se sonría de más con algún compañero de trabajo –especialmente si tiene fama de amargada y antisocial- o que baile con gusto -aprovechando que ya nos hicieron pagar por ir al festejo obligado- para que los demás den por hecho que a la mínima provocación nos andamos esculcando las ropitas cuando ellos se descuidan. Y claro, nadie pierde de vista con quién llegas, con quién te vas, a qué hora y en qué estado etílico.

Independientemente de si la comida es mala, la música pésima o el ambiente insufrible, otro de los grandes desincentivos son los benditos intercambios. Uno –que es ñoño- se apega a las indicaciones de los requisitos en cuanto a precio y calidad con toda la intensión de no defraudar al destinatario. Sin embargo, la vida termina ingeniándoselas de alguna manera para que uno se vaya a casa con el peor de todos los regalos.

¿Y qué me dicen de las rifas institucionales? ¿No les pasa que su nombre sólo sale cuando dicen: estos son los que no se llevan nada? Y no conforme con hacernos pasar por esa pública vergüenza no le dan a uno ni un chocolatito, ni una palmadita en la espalda, ni un lástima Margarito para amortiguarle el trauma de la mala suerte.

Con todo y lo anterior, uno va –medio obligado pero va-, socializa en medida de lo posible, contribuye de la mejor manera a los chismes de affairs oficinísticos –como informante consciente o como protagonista ignorante-, come lo que le sirven, baila al son que le toquen, pasa el mal trago de la rifa que nos confirma la eterna racha de mala suerte que nos cargamos y sobrevive estoicamente gracias a los muchos brindis con los que nos pasamos el orgullo y adormecemos a nuestro grinch.

Dicho todo esto, sólo me queda una duda. Queridos organizadores de reuniones de fin de año de las oficinas, si saben que muchos de nosotros dependemos del alcohol para poder resistir a esta convivencia y que es muy probable –por no decir infalible- que al menos la mitad del personal termine ebrio esa noche y esté crudo a la mañana siguiente ¿por qué nos hacen la maldad de poner sus reuniones entre semana si al día siguiente hay que presentarse a trabajar?

¿Por qué?