Devenires Cotidianos, por Susana Ruvalcaba

-¿Y a qué te dedicas?

-A la docencia, soy profesora

-Me hubiera encantado tener una profesora tan sexy como tú

Y así es como de pronto un tipo cualquiera pretende tener una conversación coqueta conmigo que termina siendo un lugar común. Pocos se interesan en saber cómo es la experiencia de la docencia, la responsabilidad que se siente, el compromiso que implica, la carga real de trabajo.

De las primeras cosas de las que me di cuenta es que un profesor debe estar preparado. Sí, hay que saber de qué se habla, tener elementos y referencias al respecto. Sin embargo, como alumna y como profesora incipiente también puedo decir que el conocimiento no lo es todo. Un buen profesor debe despertar el interés de los alumnos para que se adueñen de ese conocimiento.

Porque estar de frente a un grupo, leerse un power point cargado de datos, mientras el grupo entero revisa sus redes sociales no es un gran reto.

El asunto es que para ser un buen profesor es necesario ser una especie de Yoda del conocimiento capaz de hacer de cada clase una especie de stand up que derive en un ejercicio democrático en el que los alumnos se involucren de manera activa.

Sin embargo, ese cúmulo de capacidades tampoco basta. La docencia tiene algunas perversas implicaciones, como por ejemplo, la resolución de las dudas. Ellas hacen su aparición en los momentos menos afortunados y jamás en alguna de las miles de veces en las que cuestionas a los alumnos en clase: ¿quedó todo claro?, ¿tienen preguntas?

Las dudas ocurren siempre a posteriori y de manera infalible en algún momento en el que el docente está concentrado en su vida personal. Se manifiestan usualmente a través de correos electrónicos que al no ser atendidos inmediatamente, siguen lloviendo uno tras otro hasta atormentarnos. Y, por supuesto, hay que tomar el tiempo para responder a cada uno: eso lo vimos en clase, revisa la presentación tal o precisamente la tarea se trata de que respondas eso mismo que me estás preguntando.

Y por supuesto, como docente no hay escapatoria a la labor de calificar tareas y exámenes. En mi experiencia diría que esta etapa requiere mucha inteligencia emocional. Faltas de ortografía, pésimas redacciones, rollos infinitos que tratan de disimular la falta de conocimiento y una generalizada carencia de esfuerzo que lo dejan a uno con el corazón medio roto.

Una vez sobrevivida esa etapa de calificación, viene una más crítica: la de los reclamos. Los alumnos inconformes hacen fila para quejarse de que su –usualmente- baja calificación no les es satisfactoria a lo que uno tiene que buscar maneras educadas, adultas y certeras de explicar que su trabajo/examen no cumple con lo requerido.

Ser profesor implica volverse una mezcla de adulto responsable, libro del saber, consejero espiritual, hermano mayor y psicólogo con hartas dosis de buen humor. No es una labor imposible, pero sí ardua.

Este es el primer día del maestro que celebro: desde casa, revisando trabajos finales. Sin duda, muchos alumnos me romperán hoy el corazón –sin saberlo-. Pero también habrá algún otro que me devuelva un poco la fe en la humanidad. Y esa será la mejor paga.