Nada hay nuevo bajo el sol o eso que se llama plagio

DEVENIRES COTIDIANOS, por Susana Ruvalcaba

En aquellos años mozos en los que asistía a la primaria, muchas de las tareas que involucraban “investigar” se resolvían cuando uno compraba una bibliografía de un personaje histórico y la transcribía literalmente en su cuaderno o la hoja que más tarde calificaría la profesora. Lo mismo ocurría cuando investigábamos sobre la fotosíntesis o el sistema digestivo.

Ya para cuando terminaba la secundaria, los estudiantes se fascinaban con ese útil invento del hombre blanco llamado Encarta. Donde, aquellos que tenían computadora, podían utilizar la magia del copy paste a su favor y resolver en la velocidad de un click cualquiera que fuera la tarea asignada. La tecnología no nos ha defraudado desde entonces. Ahora Wikipedia nos ofrece información sobre casi cualquier tema imaginable y Google nunca deja de brindarnos alternativas.

Quizás por ello es que en México nos hacemos a la idea de que el plagio no es algo grave. Que es parte de nuestros procesos de “investigación” y que uno puede hacer uso de las ideas de otros sin tener que mencionar quién es el que la tuvo.

En ningún sitio había experimentado tanto rigor contra el plagio como en Estados Unidos. Cuando estudiaba allá, la universidad de empeñaba en dejarnos claro que el plagio era motivo de expulsión y que para detectarlo con mayor facilidad hacían uso de un programa electrónico que se encargaba de detectar no sólo las citas textuales sino aquellas vagamente modificadas para que el profesor en turno pudiera determinar si estábamos citando adecuadamente o plagiando el texto.

Por eso es que ahora, el escándalo del supuesto –pero casi evidente- plagio cometido por Melania Trump a Michelle Obama no es cosa menor, aunque así quieran presentarlo los miembros de campaña del empresario. Lo irónico es no sólo que Trump representa a los republicanos de visión usualmente opuesta a los demócratas sino que ha criticado de manera constante al actual ocupante de la casa blanca.

Escribir discursos no es fácil, especialmente cuando esta es una tarea que debemos realizar para otros. Y qué decir de documentos académicos donde es absolutamente necesario consultar los trabajos de otros para usarlos como punto de partida.

Y entre una lectura y otra es común que nos encontremos con ideas ajenas que nos resultan tan seductoras como insuperables. En ocasiones, cuando llega la crisis creativa hay quien apuesta a la falta de memoria de las personas y se apropia de unas cuantas frases de algún texto ajeno –como hizo el empleado de la campaña de Trump o un ministro Australiano que decidió copiar un discurso sacado de una película de Michael Douglas-.

Quizás el problema que evidencian situaciones como las que implican un plagio, no se refieren sólo a la falta de creatividad sino además a una crisis de valores puesto que hay quienes creen que el fin justifica los medios y que vale más mostrarse con aparente capacidad intelectual que reconocer los propios límites.

Nada hay nuevo bajo el sol, pero es un ejercicio de honestidad y de justicia dar crédito a los autores de las ideas que nos inspiran, que nos marcan, que nos seducen, que nos transforman y cobran nuevo significado en nosotros.

Y la honestidad y la justicia son más necesarios para la sociedad que cualquier fachadas intelectualoides, ya sea la de un niño de primaria que se cree demasiado listo al entregar una tarea que ni siquiera ha leído o la de la esposa de un político que no entiende lo que pasa pero está a merced de lo que le dictan, aunque no sepa ni lo que significan las palabras que repite.