Lo importante no es caer sino levantarse (historias de caídas)

DEVENIRES COTIDIANOS, por Susana Ruvalcaba

Lo importante no es caer, dicen, sino levantarse. Pero nadie habla de la pena y el dolor que causa la caída. Caer, especialmente en un espacio público y concurrido, es quizás uno de esos bochornos por los que la mayoría hemos pasado como protagonistas o testigos.

Y claro, como en todo, hay de caídas a caídas.

La caída más antigua de la que tengo memoria –porque la vergüenza nos fija claramente esos momentos en los registros mentales – fue en un autobús. Producto de mi fallida coquetería, en mi época de preparatoria aquella caída tuvo lugar un día lluvioso, antes de las diez de la mañana, cuando salía de exámenes semestrales. En la parada del autobús, noté a un chico atractivo que parecía estar en la espera de la unidad del transporte público.

Mi hipótesis se confirmó cuando el susodicho pidió la parada y subió. Tras de él, hice yo lo propio. Esperé a que el chofer me diera mi cambio mientras de reojo miraba la selección de asiento del sujeto, pensando maliciosamente sentarme en alguno cercano al suyo aprovechando que casi todos iban vacíos. ¿Con qué fin? No me lo pregunten. Ni siquiera tenía en mente un pretexto apra empezar una conversación con él.

Con mi mente entretenida en hacerse ridículas ideas románticas, me solté por un segundo para guardar el cambio cuando el chofer dio una vuelta. Entre el movimiento y el piso mojado, perdí irremediablemente el equilibrio y resbalé aterrizando en pleno split y con la falda hasta la cintura, justo a la altura del asiento del chico. Él, con toda amabilidad me tomó del brazo para que me incorporara, cuando su objetivo se vio frustrado por un tope que pasamos y que provocó que volviera yo al suelo. Entonces agradecí y me incorporé por mí misma, sentándome a la brevedad en el primer lugar a mi alcance. Pasé entonces el resto del trayecto abochornada, mirando finamente a la ventana, sin decidir su debía morir de pena o de risa.

Otro episodio, no tan lejano pero sí bastante memorable ocurrió previo a una cena. Érase una vez mi primera cita con un sujeto, en un restaurante bastante popular y concurrido. El mesero llegó para dirigirnos a nuestra mesa y mientras caminábamos hacia ella, yo derrochaba todo mi encanto. Mi cabello lucía sofisticado; mi maquillaje discreto; mi vestido corto, acertado. Y en ese preciso momento, el tacón de mi botín se encontró un diminuto pedazo de espinaca –quizás era lechuga- que me hizo resbalar y caer con fuerza y celeridad al piso.

Noté que mi accidente no había pasado desapercibido –como lo habría preferido- cuando escuché un ¡oh! que a manera de coro exclamaron algunos de los comensales. La ayuda tanto del mesero como del caballero en cuestión no se hizo esperar, sin embargo, me puse de pie de manera inmediata e independiente. ¿Está usted bien? Preguntaba el mesero ¿estás bien? Preguntaba el caballero. Y yo sonreía tan espléndida como fingidamente diciendo sí, claro, no pasa nada y continuaba caminando a la mesa con toda la naturalidad que me era posible.

El dolor de huesos y los moretones tardaron un par de semanas en desaparecer, mucho más de lo que duró el incipiente idilio con el caballero que me vio caer, aquella noche.

La última de mis caídas memorables fue una de esas que pasan en cámara lenta. Ocurrió en mi primer día de regreso al gimnasio en mucho tiempo, cuando me disponía, después de una clase de yoga en la que di lo mejor de mí, a subir al metro para ir a la oficina.

Caminaba con ánimos renovados, contenta de haber dado el primer paso en esta nueva etapa de mi vida, llevando mi mochila a la espalda –con mis cosas de aseo personal, mi café sin azúcar, mi sándwich integral, mi fruta picada y la ropa con la que me había ejercitado – cuando el filo levantado del pavimento pegó con la punta de mi zapato.

Me voy a caer, me voy a caer ¡no, por favor! Pasó por mi cabeza mientras la realidad me mostraba que aquella situación era inevitable. Hay muchísima gente alrededor, ¡qué pena! Pensaba al instante en que la rodilla izquierda hizo un fuerte contacto con el suelo. Después la derecha, seguida de una palma. Acto seguido la botella de agua salió disparada de mis manos cuando mi cuerpo trataba de amortiguar el golpe con la otra palma para, finalmente, terminar de caer, aún con bastante fuerza, sobre mi costado izquierdo, gracias al peso de la mochila.

¿Está bien señora? Preguntaban tres personas al tiempo que me tomaban del brazo dos de ellas y una me acercaba mi botella de agua. No me digan señora, pensé. Pero respondí la amabilidad de sus atenciones diciendo sí, estoy bien, gracias.

Caer es de por sí un hecho patéticamente bochornoso. Caer cuando hay personas que lo atestiguan es un golpe que llega directo a la autoestima pero nos brinda la posibilidad de pretender que no ha pasado nada o de ver el lado cómico y contárselo a los demás sabiendo en el fondo que se reirán al recordar sus propias caídas. Esas que mantienen en secreto.