EL LIMBO DE LA PRIMERAS CITAS

DEVENIRES COTIDIANOS, por Susana Ruvalcaba

Quizás una de las cosas más aterradoras y emocionantes que hay en la vida contemporánea son las primeras citas. Y es que si uno hasta ahí es porque tiene la esperanza de que la primera lleve al menos a la segunda y en una de esas hasta se cumpla el felices para siempre tan promovido por Disney.

Estos primeros encuentros de tinte romántico son decisivos en nuestra vida. Nos presentamos a ellos con la esperanza de que las cosas evolucionen, aun cuando tenemos claro el riesgo latente de terminar con nuestra autoestima tirada en la lona por un knockout emocional.

Los resultados usualmente son impredecibles pero el protocolo es más o menos el mismo. Uno se baña, se pone guapo, se perfuma y desempolva su lado más encantador. Al tiempo que hace un esfuerzo consciente –aunque a veces fallido- por calcular cada uno de sus movimientos: medimos nuestras palabras, el estruendo de nuestra risa y cuidamos que no se nos quede un pedazo de comida en los dientes estropeando nuestra sonrisa.

Por acá les conté de aquella primera cita fallida en la que terminé besando el piso y a los pies de mi acompañante, de la manera menos digna y más pública. Y como esa, todos habremos tenido alguna primera cita –exitosa o fallida- que raya en lo ridículo o lo extraño.

Recuerdo una bastante improvisada en la que un día cualquiera el susodicho me pidió que lo acompañara a comer, en ese momento. Dejé entonces mi romance con Netflix para apostar a la posibilidad de un romance real. Llegué lo más presentable posible al restaurante y me pedí algo de beber mientras él degustaba su recién llegado platillo. Habrían transcurrido menos de diez minutos en nuestra conversación cuando un señor llegó a saludar a mi acompañante.

Nada anormal, por supuesto. Hasta que el galán en turno me presentó a aquél señor como su papá. Acto seguido, el señor se sentó a la mesa, nos acompañó y un rato después me lanzó la pregunta que mi madre ha evitado hacerle a cualquiera de mis amigos o pretendientes: ¿cuáles son tus intensiones con mi hijo?, cuestionó como si uno pudiera responder –a cualquier edad o en cualquier contexto- de manera adecuada a esa pregunta.

Ahora que, si ustedes creen que las primeras citas son un deporte de alto riesgo, deberían de intentar salir con un psicólogo o un psiquiatra. Podrán ustedes tomarlos por periodistas por la cantidad de pregunas que lanzan, una tras otra. Pero el truco para identificarlos está en la manera en la que, a cada una de las respuestas que uno les provee, responden con un mmm seguido de un movimiento de cabeza hacia uno de los costados y un pequeño silencio.

El psiquiatra se manifestó como tal después de pasadas dos horas -¡DOS!- de nuestra conversación y justo antes de que iniciara la cena. ¿Ansiedad o depresión? Preguntó en algún momento ¿perdón? Respondí. ¿Ansiedad o depresión, cuál es la más común en ti? Insistió para luego agregar: es que soy psiquiatra ¿no te lo había dicho? Entonces me quedé ahí, a nada de escupir el trago de vino que me había llevado a la boca de manera tan sofisticada y sintiéndome totalmente desnuda ante sus ojos críticos y entrenados.

Alguna otra ha incluido quedar con el susodicho en un sitio que está cerrado. Y entonces hace falta encontrar otro lugar en donde uno pueda sentarse a conversar un rato y tratar de poner su mejor cara, lo cual a veces se torna imposible, porque a veces la búsqueda de una nueva sede nos deja exhaustos.

Claro, también existen las citas en las que las situación se nos sale de control a nosotros y la cosa se malinterpreta al grado tal que no hay una segunda oportunidad para remediar el asunto. Como una vez en la que la cena de mariscos desató una de mis alergias al grado tal que el sujeto decidió pedirme un taxi y mandarme a casa (donde dicho sea de paso, estuve abrazada al WC por un buen rato, volviendo el estómago) mientras que él decidió no volver a responder mis mensajes.

Así que, en lo que respecta a las primeras citas, habrá consejos o hasta manuales, pero no fórmulas mágicas ni certezas. Hay buenas voluntades y ánimos elevados, pero no dejan de ser una moneda al aire, que podría tornarse tanto en nuestra historia más romántica como en la más penosa.