LA MALDICIÓN DE SER SOLTERO EN FEBRERO

DEVENIRES COTIDIANOS, por Susana Ruvalcaba

Todos los años me toma por sorpresa. Está ahí, siempre a la vuelta de cualquier esquina, asechando. Listo para reírse un poco de mí -porque sabe que me incomoda, que no lo quiero, que no me interesa-. Será que soy excesivamente distraída o que mi olvido es un mecanismo de defensa o una mala pasada que me hago a mí misma. Pero entonces llega el momento en que lo tengo de frente y no hay manera de salir del paso, sino enfrentarlo.

Este año el cubetazo de agua fría llegó el pasado miércoles, cuando un chico de la universidad, muy amablemente se acercó a ofrecerme unas tazas rellenas de chocolates hechos a mano, de excelente calidad y exquisitos –según describió-. Acostumbro venderlos para el 14 de febrero, dijo. Y ¡pum! ya estábamos ahí. Mientras él seguía dando explicaciones sobre las delicias que pretendía comercializar, empecé a rebuscar en mi mente el calendario para sacar cuentas sobre cuánto tiempo exactamente quedaba previo al famoso Día de los Enamorados.

¿Es un día que tengo que salir de casa?, me pregunté. ¿Hay manera de evitar los tumultos callejeros llenos de cursilones globos de helio y excesivas ventas de ramos de flores a sobre precio? ¿Hay alguna reunión que tenga prevista y en ese caso, podría cancelarla? ¿Cómo pasar por alto todas las publicaciones melosas de las parejas que suben la foto de su festejod el día del amor a las redes sociales?

Habrá quedado claro, queridos lectores, que no soy la persona más festiva del mundo. Pero de todas las celebraciones, una de las que encuentro más absurdas e insoportable es, precisamente, esta conmemoración de San Valentín.

Llámenme grinch si gustan.

El mundo en febrero gira en torno a las parejas y por tanto, parecería que ser soltero es una maldición que, durante el mes completo –que afortunadamente dura menos que los otros-, resulta mucho más evidente que el resto del año. Por ejemplo, uno no puede ir a hacer su despensa sin encontrar por el súper mercado, bastos recordatorios de su soltería: cajas de chocolates, peluches, adornos en formas de corazón.

Lo mismo pasa cuando uno va al cine en ánimo de forever alone y resulta que la cartelera busca complacer a aquellos que disfrutan de las empalagosas mieles del amor. Hecho indiscutible cuando encuentras que la mayoría de las películas exhibidas encajan en alguna de las siguientes categorías: comedias rosas bobaliconas, dramas de amores desesperados, musicales románticos o la historia de la cenicienta versión sado masoquista light mezclada con softporn.

De la posibilidad de ir a cenar, a un café o bar o disco sin que nos topemos a una pareja a mitad de una melosamente excesiva manifestación de cariño físico y salivoso, ni hablamos.

Si acaso, lo único que disfruto de estas fechas, es que otorga la oportunidad de escandalizar a algún amigo cuando de la nada le suelto la frase: deberíamos de hacer algo el martes y dice que sí casi en automático pero luego se da cuenta que estoy proponiendo un encuentro, a solas, el día de San Valentín.

Sea como sea que ustedes festejen -o se quejen- de la tan popular fecha, el día de San Valentín me hace más pensar en San Antonio y esa bonita costumbre de ponerlo de cabeza para que nos regale una flecha certera de Cupido o ya de menos una mascota fiel.