Es la mañana del 25 de enero. En Numarán las bajas temperaturas cubren con una manta de neblina los campos de cultivo color esmeralda. La banda suena en la plaza. No son pocos los desvelados, ebrios o con resaca que se aferran a un vaso como si el contenedor pudiera manternerlos en pie. Sobrios o borrachos todos escuchan la música. Es impresionante la muestra de equilibrio.

La iglesia está abierta, no son pocos los que se acercan a la vitrina colocada a la derecha del altar. Dentro de ella está el niño, es diminuto, de grandes ojos, ataviado hasta el exceso. Pero así es la fe de los numarenses. Los parroquianos con sus manos tocan el vidrio, se santiguan, inclinan la cabeza, rezan se hincan, una y otra vez el mismo proceso de hombres, mujeres y niños, jóvenes ancianos, mujeres, hombres, muchachas y chavos.

Desde temprana hora se acercaban los feligreses a venerar la imagen.

Desde temprana hora se acercaban los feligreses a venerar la imagen.

Los danzantes se preparan para la Tzipecua, baile tradicional de esta zona. Los fieles se comienzan a reunir en la plaza Cuauhtémoc. Las mujeres predominan en un ambiente de religiosisdad, misticismo y celebración. Al mediodía saldrá el Santo Niño de Numarán a visitar si primera casa, la Ermita.

 

 

La calle Benito Juárez está llena de puestos, pero el aroma a semas a mediodía es un pasaporte al cielo que invita a degustar el típico pan de Numarán. Un merolico electrónico reza una y otra vez: –Qué barato, que barato con la voz chillona de un payaso que aspiraba a ser alcalde de Guadalajara. Los adornos amarillos, verde, blanco pasan de azotea en azotea y adornan el cielo carente en nubes pero abundante en frío.

A unos metros, comienzan a aparecer, algunos relucientes y otros opacos. Son los cazos de cobre esenciales para las carnitas. En su interior burbujea la manteca hirviendo. Sale el chicharrón, entran los tacos, salen los cueritos, entra la carne. La escena se repite cada tantos metros y sólo se ve interrumpida por el trazo de la carretera, arteria custodiada por patrullas y agentes con logotipos de La Piedad.

Ahí comienza el ascenso, una colina que conduce a la ermita. Es una de tantas lomas que hay en Numarán. Ya están listos los vendedores de sombreros, de frutas, de micheladas, de cantaritos, de chalinas. Pero la fila interminable de cazos continúa casi hasta el atrio de la capilla. Todo está listo por si la sed, por si el hambre, por si el sol, por si el frío, por si la fiesta.

Interior de la Ermita del Santo Niño de Numarán

Interior de la Ermita del Santo Niño de Numarán

A la entrada de la capilla una placa de agradecimiento, al interior una pareja que ronda los 60 años murmulla rezos, oraciones y agradecimientos. Ella de lentes, Él con la gorra en su mano izquierda. Una fotografía da cuenta que ahí estuvo el Santo Niño de Numarán. Tiene juguetes, como cualquier infante. Cartas, flores, adornos, Él está de fiesta y junto con Él, diez mil numarenses.

La pareja se persigna y se va, suben una troca con placas de Texas prueba de los dólares ganados con trabajo duro, emprenden la bajada. Se van sumando a los puestos jícamas recién cosechadas, aún con la tierra negra en su exterior. Piñas sin su cáscara, sin embargo predominan las carnitas y sus cazos. Ahí es cuando aparece la ironía: un puesto de pan de Tingüindin. Eso es sin duda tener fe, querer vender pan en la cuna de las semas.

Ofrendas que dejan los fieles al Santo Niño de Numarán.

Ofrendas que dejan los fieles al Santo Niño de Numarán.

Es fiesta, tiene todos sus ingredientes, hay música, hay alcohol, hay carnitas, hay baile, lo que no hay, curiosamente, son cohetones. Por lo menos hasta antes de la peregrinación. Lo que sí hay es exceso es fe y cariño inversamente proporcional al tamaño del Santo Niño de Numarán.