DEVENIRES COTIDIANOS, por Susana Ruvalcaba

Con la llegada del 2017, surgió también el ya conocido espíritu de los propósitos de año nuevo. Y no es nada raro que la mayoría de las personas apueste por querer estar en forma. Así es como los gimnasios hacen su agosto en enero, mientras que las dietas están a la orden del día. No tiene por qué ser difícil, ¿verdad?

Entonces, tras el recalentado en el que comemos cual si fuera nuestro apocalipsis alimenticio, nos vendemos la idea esa de mañana empiezo la dieta y desquitamos todas esas calorías que –según nosotros- dejaremos de consumir durante los próximos meses. Y entonces, tras cuatro días de dieta y de muy buenas intenciones, la rosca de reyes nos ataja y taclea nuestras buenas intenciones.

No es que queramos comer. No es que estemos decididos a hacer trampa, especialmente después de cuatro días de disciplina y sacrificio, pero entendemos que la rosca es la excusa para la convivencia social y que sería terrible que nos alienáramos con la irrisoria justificación de la dieta. ¡Qué nadie piense que le tememos a que nos salga el muñequito!

Y así, después de empacarle a la rosca –y cualquier bebida cargada de hartas calorías con la que hayamos decidido acompañarla- retomamos con un poco de dificultad el asunto de la dieta. Un poco menos de rigor por aquí, alguna que otra escapadita por allá, siempre tratando de mantener firme la voluntad y disminuida la panza.

Pero las tradiciones y el calendario gustan de jugarnos malas pasadas y cuando por fin te encuentras en el momento cúspide de la dominación de la dieta, llega el día de la Candelaria o lo que es lo mismo: la fiesta nacional de los tamales. En la calle, en casa, en la oficina te sentirás perseguido por esas delicias de masa envueltos en hoja de maíz y seducido por el aroma de los atoles y del café de olla.

Otro día negro en la agenda de la dieta, otro día en que el placer gustativo y las convenciones sociales nos rebasan. Otro momento de retomar la dieta esa que nos impusimos para este año del que ya han transcurrido más de treinta días en –relativa- resistencia contra las delicias calóricas que nos tientan a diario, sin tregua ni compasión.

Y mientras vamos ahí, sorteando los obstáculos y dominando nuestras flaquezas, el destino se burla de nuestro esfuerzo y nos lleva al día del amor y la amistad, apenas después de doce días de haber sucumbido a los tamales y de mantenernos en pie de dieta por la culpa implacable de ese placer, el catorce de febrero aparece ante nosotros con toda su cursilería y sus chocolates. Y seamos honestos, ¿qué celebración del amor que se tome por verdadera no incluye alcohol, postre y/o comida pecaminosa?

Y con descaro sales a festejar, dejando la dieta guardada bajo llave en lo más profundo de tu consciencia y la faja –que ya ni siquiera logras ponerte para controlar las excesivas carnes- en casa. Porque días del amor hay sólo uno al año y es preciso atender la celebración de manera adecuada, como dictan los estándares sociales.

Y después vienen marzo y abril, y cumpleaños y aniversarios o lo que es lo mismo, excusas y pretextos para comer un poco de pastel, brindar con alguna bebida espirituosa o darse el gusto de comer un panecito dulce, premiarse cenando unos tacos, y así de poco, irse olvidando del propósito ese de tener un año más saludable en un cuerpo más esbelto.

La comida es una gran debilidad, no en vano la gula se enlista entre los pecados capitales.

Lo que necesitamos no son propósitos sino convencimiento. No estructuras rígidas sino esquemas alimenticios más flexibles. Es preciso que aprendamos que se puede comer sano sin que deje de ser delicioso. Al final sólo se trata de evitar dos cosas a toda costa: los excesos y los autoengaños.