Por Brenda Orozco

Ofrezco una disculpa porque esta no será una columna que hable sobre redes sociales, ni apps o tecnología. Tampoco ahondará en argumentos jurídicos o administrativos, como lo exige mi profesión y mi actual ocupación. En esta ocasión me permitiré irrumpir este espacio, que es de quien lo lee, para hablar sobre el libro, los librso, esos pequeños y extraños seres que habitan en callados libreros y estantes.

Cuando tenía aproximadamente 7 años, me bebí una colección de 12 libros de cuentos, rimas y coplas que habían comprado mis papás cuando nací. Recuerdo perfectamente un libro, un almanaque del año 1984 que leía y releía y del cual me sentía muy orgullosa porque tenía el año de mi nacimiento. Alguna vez me preguntaron si había leído “1984” y yo orgullosa dije que sí, que por supuesto, que me gustaban las ilustraciones. Claro que en ese entonces no tenía idea quién era George Orwell y mi interlocutor debió pensar que estaba loca o que había conseguido una edición “con dibujitos”.

Tiempo después leí el libro Fahrenheit 451 de Ray Bradbury. El título hace referencia a la temperatura a la que el papel de los libros se inflama y arde. En esta novela, es interesante hablar de la labor de los bomberos, que en lugar de apagar incendios, los causan; su trabajo consiste en quemar libros, porque poseerlos y leerlos está prohibido.  No voy a ahondar más para que se animen a leerlo, pero rescato una frase:

“Tiene que haber algo en los libros, cosas que no podemos imaginar para hacer que una mujer permanezca en una casa que arde. Ahí tiene que haber algo. Uno no se sacrifica por nada”

Y sí, sí hay algo: una relación que nace entre las palabras y quien las lee, como si escucháramos al autor. A veces con tedio (cuando es un libro de texto o científico),  tratando de entender qué quiere decir exactamente y pidiendo que pronto explique el punto. Pero la mayoría de las ocasiones es un embrujo, un vicio de no querer cerrar el libro, de aguantar el sueño sólo un capítulo más, de sentir ese enojo, desesperación o esperanza que comparte el personaje. O cuando abrimos un libro antiguo, que otra persona dedicó o leyó con avidez y tiene un olor característico.

Es mi historia personal con las palabras, con lo escrito, con lo impreso, lo que me generó tanta indignación cuando leí la nota del 10 de marzo en Brunoticias, “Cientos de libros de bibliotecas públicas a la basura.” Vi las fotos y no lo creía, sentí que en la basura había retazos de historia, de gente que donó algunos ejemplares y que dejó en sus páginas un pedacito de él o ella. Había de todos colores, ideologías libertadoras, socialistas, de derecha, novelas, cuentos, mapas… letras que ya no son de nadie.

Hoy ya no se pueden rescatar esas historias que quedaron en una recicladora. Los extraños seres que producen consecuencias catastróficas como enseñar, culturizar, se transformarán en otros libros (o al menos eso espero). Tal vez no hay final feliz por el momento, pero si alguno de todos ellos logra reencarnar en algo que no sea un catálogo de zapatos o en publicidad de tienda departamental, hemos triunfado.