Por Miguel Romero Pérez, S. J.

Después de casi 50 años vuelvo a avecinarme en Guadalajara, donde nací. Vivo en la Ciudad de los Niños del Padre Cuéllar, en la Colonia Chapalita. Como llegué en pleno tiempo de lluvia, tardé unos días para acostumbrarme de nuevo a las tormentas nocturnas y sus rayos. También me fui acostumbrando gozosamente a las calles arboladas, a los olores de barro fresco, a los variados cantos de tantos pájaros, incluido el alboroto vespertino de los pericos con su revoloteo verde, a las banquetas despanzurradas por las raíces… Ciudad con muchos barrios agradables. Ciudad bonita.

El nombre de una calle, sin embargo, me salta negativamente como ampolla en el alma. Creo que los tapatíos, más que con vergüenza, han de oírlo por costumbre con naturalidad; si no, ya hubieran promovido cambiarlo: la avenida del Niño Obrero. Yo mismo llegué a convivir hace mucho con él tranquilamente. Pero al volver a encontrarme con ese nombre escrito en algunas esquinas, me da en cara.

Ya a finales del siglo XIX Kate D. Wiggin con su “Children’s Rights” inició una reflexión que ha llegado a desenmascarar el trabajo infantil como una aberración del hombre contra el hombre. La Declaración de Ginebra, en 1924 y, sobre todo, la Declaración de los Derechos del Niño de la ONU en 1956, han llevado a la humanidad civilizada a comprometerse por erradicar el trabajo de los niños, para posibilitar su educación, cuidar su crecimiento saludable y satisfacer sus necesidades lúdicas. Una empresa mundial, mexicana y tapatía, que sigue siendo absolutamente urgente.

La avenida del Niño Obrero merece mejor nombre. Es verdad que recuerda la heroica obra del padre jesuita Roberto Cuéllar en favor de niños y adolescentes huérfanos y desprotegidos, y evoca la solidaridad con que muchas familias apoyan esa noble obra que estuvo ubicada ahí durante muchos años, y ahora está a pocas cuadras.

Termino con la pregunta. ¿Qué mejor nombre pudiera llevar la avenida del Niño Obrero para evocar la obra del P. Cuéllar y para acicatear nuestro compromiso por permitir que los niños sean verdaderamente niños? Un nombre que no suene cínico como el actual (¿Quién aceptaría vivir en una avenida del Niño Violado, del  Niño Secuestrado o del  Niño Analfabeto…?). Un nombre que no parezca un rendimiento ante esa herida de la humanidad, que arranca de la infancia a muchos niños y los arroja prematuramente al engranaje de la producción.

La pregunta está abierta.