DE DOCENTES DECENTES Y MEJORES PROFESORES

DEVENIRES COTIDIANOS, por Susana Ruvalcaba

Cuando la gente pregunta les digo que mis mejores días como docente fueron aquellos en los que alguien me tomó por alumna. Pero lo cierto es que los mejores días son aquellos en los que un alumno agradece por la disposición y la ayuda, aquellos en los que los alumnos se esfuerzan por aprender y valoren o hasta se divierten durante el proceso.

Mi primera experiencia frente a un grupo ocurrió cuando daba catequesis. Apenas tenía unos catorce años y las señoras catequistas decidieron poner a mi cargo de los nenes de tres. Así que funcionaba más como guardería que como formadora. Sin embargo, fue durante esa época cuando me di cuenta de la dificultad y la responsabilidad que conlleva eso de ser maestro, cuando en vísperas de la navidad pregunté a los pequeños ¿qué es lo que nos emociona tanto de que sea Navidad? Y claro, ellos -que a su corta edad ni siquiera entendían muy bien el contexto- respondieron al unísono: ¡los regalos!

Después, cuando cursaba la licenciatura, di algunas clases como profesor sustituto y finalmente impartí escasos cursos de capacitación en el trabajo. Fue hasta el año pasado –recordarán ustedes que les conté aquí y acá– que estuve frente a grupo de manera constante y, además, cobrando por ello.

Ser docente no es sencillo. Como les había dicho, parase frente al grupo –que no es que no sea imponente- y soltarse a repetir datos y escupir conceptos no tiene mucha ciencia. Precisamente mi inquietud por la docencia surgió la última vez que estuve en la universidad –haciendo la maestría- y preguntándome cómo era posible que algunos de los docentes que me daban clase, cobraran por ello cuando carecían de técnica pedagógica y de capacidad para transmitir el conocimiento.

Docentes, como todo lo demás en la viña del señor, los hay buenos y no tan buenos. Están aquellos que nos marcan de por vida, que nos retan y que nos ayudan a ser la mejor versión de nosotros mismos, como alumnos, como profesionistas, como personas.

En la universidad recuerdo que una de mis clases favoritas de la materia de expresión escrita, fue cuando el profesor llegó al aula y nos sacó a todos al supermercado más cercano. Nos llevó a la sección de frutas y verduras y nos pidió que tocáramos, oliéramos y saboreáramos. Volvimos al salón y dijo: lo que tienen que hacer ahora es crear un texto que incluya las sensaciones, olores y sabores de lo que experimentaron hoy.

O cuando, en las clases de cine, íbamos al cine cercano a ver lo que nos ajustara al horario de la cartelera y analizábamos la película en la siguiente clase, en el aula. Una vez hicimos un programa de televisión –que más bien era una especie de puesta en escena- frente al grupo y en otra ocasión, cuando explicamos cómo era una rueda de prensa, les asignamos el rol de periodistas a los compañeros quienes participaron con entusiasmo. Y alguna vez desempolvamos los vestidos de quince años –sí, ese vestido mío ha dado sido mi cómplice en múltiples ocasiones– para dar una clase sobre el Barroco.

Muchos docentes olvidan que a los alumnos hay que guiarlos pero también motivarlos, hay que inculcarles el gusto por aprender, no sólo en ese momento, sino siempre. Hay que mostrarles que no hay límites y que la creatividad es el más grande de todos los retos. Hay que entusiasmarlos y dejarlos ser, hay que formarlos y ayudarlos a que se exijan, a que no se conformen, a que se apasionen.

Tuve docentes no muy buenos que me dejaron un mal sabor de boca, pero los más fueron los que me ayudaron a ser quien soy como profesionista y también como persona. Profesores que guardo con cariño en mi memoria porque me dieron lecciones de vida y un poquito de fe cuando más me hizo falta.

A todos ellos, mi agradecimiento eterno y el deseo de que mi esfuerzo haya dejado una huella similar en al menos uno de los que fueron alumnos míos. Porque como dice Jorge Drexler: nada se pierde, todo se transforma.