DEVENIRES COTIDIANOS

Por Susana Ruvalcaba

Llámenme antipática si gustan, pero no soy aficionada a comprar disfraces una vez por año y unirme a la parafernalia del espíritu de aquelarre manifiesto en la celebración del Halloween –aun que no tengo nada en contra de él-. Si no fuera por los tumultos en la calle y la infinita cantidad en que los grupos de niños tocan el timbre de la casa, esperando recibir dulces por el simple hecho de salir a la calle vestido de algún personaje –que no siempre logro atinar-, la noche de brujas me pasaría sin pena ni gloria.

En cambio, siempre me he sentido atraída por la idea ancestral de que desde otro mundo –el de los espíritus- en una noche particular se tiende un puente hasta nuestro universo material y que dicho puente nos permite convivir, por un espacio de horas, con aquellos que han dejado su materia entre nosotros y han marchado envestidos solamente en su alma hacia un nuevo sitio.

Para mí, la celebración del día de muertos –cuya tradición se estima de más de 5 mil años- es uno de los mejores ejemplos vivos del misticismo de nuestros antepasados que ha sobrevivido no sólo a la conquista de los españoles y a la imposición del catolicismo sino también a las influencias culturales de tradiciones propias de los gringos

A diferencia de la noche de brujas, que es ruido y algarabía e invita a distanciarse del propio ser y hacerse pasar por otro –real o fantástico- y de obtener una ganancia individual –los dulces para los niños, por ejemplo-, el día de muertos habla de una celebración sagrada que requiere una preparación a través de la cual inicia nuestra conexión con aquellos a los que esperamos.

Nuestra celebración es más un asunto de preocuparnos por el otro, el que ya no está. Es una invitación a ser los mejores anfitriones para los muertos que nos visitan. Se trata no de nosotros sino de ellos, de hacerlos sentir cómodos, que encuentren su casa y a sus seres amados para convivir entre dulces, comida y bebida.

Nuestra celebración de los muertos ha sido desde sus orígenes un acto íntimo que se vive en el hogar, entre familia. Visitando el cementerio y haciéndonos presentes con aquellos que ya no están entre nosotros, pero que vienen. Se vive en el silencio, en el eco milenario del respeto y la ceremonia.

Por su riqueza histórica y el valor de su legado, esta tradición, ejemplo máximo de la mexicanidad, fue declarada Patrimonio Inmaterial de la Humanidad el 7 de noviembre de 2003, por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO).

Es por ello que me parece ofensivo que una película imaginada y producida por extranjeros –británicos y estadounidenses- plateé el Día de Muertos como un mero carnaval, absolutamente alejado de su significado real.

Sin embargo, lo peor del caso es que además tengamos autoridades que en su falta de conocimiento y sensibilidad cultural le apuesten a vender esa idea sensacionalista y hollywoodense como real y que validen esta concepción equivocada y superflua de tan importante tradición adoptándola y materializándola.

Me parece gravísimo que los funcionarios públicos de la Ciudad de México no entiendan el valor de nuestra celebración y que se dejan deslumbrar por lo impactante que resultan unas catrinas danzando del Ángel de la Independencia al Zócalo capitalino, recreando y fomentando ésta más que equivocada interpretación de el Día de Muertos. Lo cusl me parece no sólo un acto de ignorancia, sino además una falta de responsabilidad respecto del cargo que ostentan.

Es una burla que le digan al mundo: sí, el Día de Muertos –patrimonio cultural inmaterial de la humanidad- es un mero carnaval de Catrinas gigantes.

Resulta preocupante pensar en los riesgos que corremos como sociedad si dejamos que estos servidores públicos vayan al cine. ¿Qué sigue? ¿Una quema de libros estilo Fahrenheit 451?, ¿la ocurrencia de una brutal dictadura tipo El Último Rey de Escocia?, ¿o algún castigo al pueblo que basado en Los Juegos del Hambre?