Devenires Cotidianos, por Susana Ruvalcaba 

¿ Equidad de qué ?

Fue en mis años en el jardín de niños que descubrí mi tendencia natural a relacionarme con varones. Todos los días, mi madre se daba a la tarea de restirarme el cabello en sencillos aunque coquetos peinados, que no sobrevivían la hora de receso en la que correteaba con los niños por todo el patio cuando no jugaba a las luchitas con ellos. Tuve también la influencia de un hermano mayor, y disfruté de jugar a los carritos, mientras envidiaba sus ninjas y G.I. Joes, más intrépidos que mis muñecas.

A las niñas las entendía menos. Celaban mi cercanía con nuestros contragéneres y mostraban menor interés en los juegos rudos que tanto ellos como yo disfrutábamos. Asistí después a una escuela femenil donde se nos tenía estrictamente prohibido jugar fútbol –que no era un deporte femenino- y para cuando llegué a la preparatoria, mi incursión en el box generó un pequeño escándalo al grado que maestras y compañeras intentaron convencerme de rectificar mi error.

Mal aprendí corte y confección, resulté docta en temas de administración del hogar y siempre agradecí que las clases de cocina fueran obligatorias. En la adolescencia tuve el fervor de aprender a maquillarme y a andar en tacones, aunque una década después he comprobado que en mis días pudieran enmarcarse en un abuso de la cara lavada y en un cabello que no remembra para nada la manera en la que mi maná me alisaba los rizos sobre el cráneo.

Fuera de casa mi trato regular con hombres llegó a partir de mis diecisiete años. Y a excepción de cosas como dominar la técnica adecuada para andar y sentarme con falda, no notaba diferencias esenciales claras entre mi persona y los miembros del sexo opuesto. Cosa que el resto de mis congéneres parecían dilucidar con facilidad. Cuando cumplí la mayoría de edad y empecé a trabajar, noté entonces que esa idea de igualdad o equidad que tenía, no era compartida en la cotidianidad de la oficina.

Las mujeres ocupaban pocos puestos directivos, destacaban usualmente no por su conocimiento o profesionalismo, sino por su atractivo físico y estaban expuestas con mayor frecuencia a ser acosadas. De hecho, mi primer acoso sexual en el trabajo ocurrió en esa oficina, en la que absolutamente sin querer –y sin entender por qué- desperté el interés de quien fuera un director general. Los acosos y otras experiencias acumuladas fueron dejándome en claro que ese tema de igualdad o equidad era más una idea en mi cabeza que una realidad.

Equidad

En años subsecuentes, la tan sonada equidad de género se puso de moda. Se crearon institutos de la mujer en todo el país –porque seguimos creyendo que la burocracia es la manera más efectiva de resolver problemas sociales-. Hubo también políticas emergidas de la creativa legislación, como la famosa cuota de género, que lo único que puso en evidencia fue la gravedad del problema. Los partidos políticos respondieron a esta ordenanza evaluando los cargos públicos de elección popular que era prácticamente imposible ganar, y designaron ahí candidatas mujeres. Cuota cumplida y así por arte de magia éramos equitativos y se les concedía a las mujeres –como si fuera un privilegio otorgado, no un derecho merecido- el acceso al poder.

El discurso es romántico pero la realidad de las féminas es frustrante. Las mujeres en México tenemos menor acceso a educación, ganamos menos, somos más vulnerables a la violencia y además vivimos bajo la sombra de determinados paradigmas sociales: la virginidad, el matrimonio, la maternidad, por mencionar algunas. Otros han estado presentes no sólo en el ámbito cultural sino también en el legal, donde la famosa epístola de Melchor Ocampo nos dice que el hombre dará a la mujer, protección, alimento y dirección mientras que la mujer debe ser abnegada, bella, compasiva, perspicaz y tierna además de obediente y agradable y debe dar asistencia, consuelo y consejo, pero invariablemente con veneración a su marido.

La equidad de género no es un problema de legislación ni política pública, sino un problema cultural que se refleja en éstas y que no se resuelve diciendo “las y los” en los discursos. Se trata más de educar en el respeto y dejar de etiquetar y de limitar las capacidades de las mujeres y su libre integración en la sociedad. Que bellas o menos agraciadas, brillantes e incapaces de freír un huevo, con Barbies o G.I. Joes, solteras o casadas, contestatarias e independientes, todas, absolutamente todas puedan –podamos- acceder a las mismas oportunidades que cualquier varón y en las mismas circunstancias. ¿O no? Eso sí sería equidad de género.

Susana Ruvalcaba: Comunicóloga por gusto. Maestra en política pública por afición y maestra en desarrollo y cambio cultural por ventura. Tiene más de tres décadas de edad, cinco canas, y carece de lugar fijo de residencia. En sus horas libres disfruta de la lectura y la reflexión y escribe sus Devenires Cotidianos en Brunoticias.