DEVENIRES COTIDIANOS, por Susana Ruvalcaba

Tómenme a mí como ejemplo cuando digo que vivimos en un mundo de opinadores. Los medios de comunicación los han fomentado y el acceso a internet nos ha multiplicado. Cada uno tiene siempre la opción de venir, teclear su opinión y lanzarla al mundo ya sea en espacios especializados, un blog o red social a título personal.

Algunas veces, las opiniones emitidas se vuelven de pronto controversiales. Hace días, la muerte de Juan Gabriel desató una oleada de opiniones a favor y en contra de su persona y su legado cultural. Hubo quienes ante la pérdida del cantautor lo reconocieron, alabaron y quizás hasta elevaron –a todos los muertos les afloran las virtudes, decía mi abuelo- mientras que otros se dieron a la tarea de fungir como detractores de él y sus causas.

El caso más reconocido es sin duda el de Nicolás Alvarado, quien dedicó su columna a opinar sobre Juan Gabriel. Sus palabras desataron una serie de comentarios en redes sociales. Muchos en contra, algunos otros defendiendo la libertad de expresión y quizás ninguno abiertamente a favor. Como resultado, el señor Alvarado renunció a su cargo como director de TV Unam y pidió disculpas. Hechos que fueron aplaudidos por algunos y lamentados por otros.

A mí me parece cómico que muchos desconozcan algo tan básico como que la libertad de expresión no puede nunca estar libre de mesura. Si no, pregúntenle a cualquier hombre casado cómo ejerce su libertad de expresión cuando su esposa pregunta: ¿me veo gorda?

Para ser clara, el señor Alvarado –y cualquier otro- tiene todo el derecho a expresar sus opiniones sobre el tema que se le venga en gana cuando así lo prefiera. Sin embargo, al ser un funcionario de la Universidad, debe de tener claro que su investidura requiere una necesaria mesura al momento de opinar dado que su persona representa –de manera inherente- también a una institución.

Seguro recordarán aquella vez en la que la hija de Peña Nieto retwitteó el mensaje de su novio que decía “un saludo a toda la bola de pendejos, que forman parte de la prole y sólo critican a quien envidian!(sic)” el cual generó una respuesta de inconformidad. Cuando estas mismas palabras que en boca –o Twitter- de cualquier otro mexicano no habrían generado tanto revuelo.

Pareciera pues que el señor Alvarado pasó por alto su investidura, lo cual resulta cómico pues en su columna habla precisamente de su responsabilidad al frente de un medio de comunicación.

El ahora ex director de TV Unam tuvo además la genialidad de compartir las opiniones de un colega en su entrega –aunque desconozco si José Luis Paredes Pancho estuvo de acuerdo en que éstas se hicieran públicas-. Y como ya se ha mencionado antes, él acepta no conocer lo que critica –el trabajo de Juan Gabriel-. Finalmente se reconoce como clasista y snob cualidades –por llamarlas de alguna manera- que ponen de manifiesto su falta de objetividad.

El problema de Alvarado no es pues que haya emitido una opinión quizás muy honesta sobre Juan Grabriel, o que haya citado las palabras de alguien que conversaba con él en privado. Mucho menos que se muestre como una persona de un nivel cultual mayor –sea esto verdad o mera pretensión- como para no gustar de las canciones populares de tan reconocido cantautor. O que haya emitido estas opiniones de manera pública, usando palabras poco elegantes y nada dignas de su –por él mismo presumido- elevado nivel cultural.

El problema de Alvarado tampoco fue lo poco oportuno de su texto –como él manifestó al disculparse- sino que hizo dichas declaraciones sin tomar en cuenta su responsabilidad como portavoz –voluntario o no- de la institución a la que representaba.

Hay que saber bien dónde estamos parados cuando abrimos la boca. Porque toda libertad de expresión requiere también –queramos o no- de una buena dosis de sensibilidad.