DE CUMPLEAÑOS Y ENVEJECIMIENTOS

Devenires Cotidianos, por Susana Ruvalcaba

A medida que nos hacemos mayores, cumplir años se vuelve difícil. Lejos están esos días en los que uno ansiaba el pastel, las velitas y los regalos para celebrar la vida. Aquellas ocasiones en las que nos parecía eterno ver pasar los días hasta que llegara el momento de la celebración, se han diluido al paso del tiempo.

Sin embargo, vamos sumando años y parece que la velocidad en la que los acumulamos se acelera cada vez más. Como si la distancia entre un cumpleaños y otro se fuera acortando un poco en cada ciclo. Y cualquier día, de pronto estamos ahí, añadiendo otro número a nuestra edad.

Lejos está esa vez en la que ocurría toda el ritual de la fiesta de XV años o la ocasión en la que te volvías mayor de edad y tu hermanita menor te decía ¿Cumpliste dieciocho? ¡Qué rápido se me ha pasado tu vida! Lejana se ve aquella primera crisis de los veinte y la que, una década después, con más pena que gloria, intentaste disimulaste.

Conforme vamos incrementando en edad, pasamos de los pasteles, los juegos infantiles y el festejo familiar a las celebraciones masivas entre amigos que indiscutiblemente requerían de una cantidad adecuada de alcohol. A veces hacemos escalas en festejos más íntimos –a la petit comité– u optamos por un viaje. Otras ocasiones festejamos solitarios y en silencio. Y en el camino se atraviesan serenatas, flores, festejos que te toman por sorpresa y cualquier otro detalle inesperado que te hace sentir dichoso de estar vivo y te suben al tren del ánimo más festivo.

También hay momentos en los que nuestro propio cumpleaños nos llega de imprevisto y no logramos establecer con tiempo la logística celebrativa por la que todos los amigos preguntan. Pero con festejo o sin festejo, entre amigos o de manera individual, el tiempo no perdona y los años nos llegan y se nos quedan, sin que haya escapatoria.

Por más que nos pretendamos sentirnos jóvenes, cada festejo cumpleañero es una ocasión para darnos cuenta de que la edad está ahí y se nos manifiesta en los pequeños detalles. Por ejemplo, en algún momento notamos que ya no podemos comernos el pastel entero y no subir de peso o que el brindis excesivo nos da unas agruras insufribles y una resaca exagerada que antes no padecíamos.

Otro reality check ocurre cuando notamos que nos toma más de una semana recuperarnos de esa esa desvelada o de que esos pantalones ajustados nos torturan más de lo que nos hacen sentir sexys o de que preferimos dejar de peinarnos no por cuestiones de practicidad sino simplemente porque cada vez encontramos canas nuevas manifestándose en nuestra cabeza.

Y para rematar te das cuenta de que las crisis de la edad no nada más llegan cada diez años, sino que hay unas muy autónomas y progresivas que gustan de aparecerse a los 33 o los 35. Así que al final no queda más que asumir que mientras estemos vivos, estamos  a merced de los estragos causados por el tiempo.

Pero como dicen por ahí, al mal tiempo, buena cara. Así que me iré en silencio a embadurnarme mis cremas antiarrugas y a explotar mis escasas dotes artísticas aplicando mi maquillaje con la finalidad de tener alguna foto que me ayude a creer que uno puede envejecer, con un poco de delicadeza.

Para después celebrar sin pastel, con poquito alcohol y con todo el apapacho posible el ingreso a mi versión 3.5 hasta sentirme orgullosa de cada una de mis canas.