• DEVENIRES COTIDIANOS, por Susana Ruvalcaba

Cuando se piensa en destinos turísticos en Reino Unido hay algunos nombres que quizás les vengan a la cabeza: Londres, en primera instancia, también Manchester, quizás piensen en Edimburgo –Escocia- y por supuesto en Stonehenge. Sin embargo, queridos lectores, la siguiente parada la haremos en Canterbury, una peculiar ciudad ubicada al sureste.

Al sur de Inglaterra, el clima cálido se mantuvo. Apenas entrando a la ciudad, desde lejos era posible ver la majestuosa catedral de Canterbury, reconocida por la UNESCO como patrimonio cultural de la humanidad y erigida en estilo gótico. Canterbury es algo así como el equivalente inglés de los Pueblos Mágicos en México.

Agustín de Canterbury, un monje benedictino enviado por el papa Gregorio I para evangelizar Inglaterra fundó la catedral en el año de 597 -aunque las últimas adiciones arquitectónicas se hicieron en 1830-. Su imponente estructura de 60 metros de largo por 91 de alto es impresionante. Cuando estoy frente a una iglesia tan extraordinaria como esta me da la impresión de que soy diminuta. Quizás –reflexiono- era este el objetivo de quienes las diseñaron: que fuéramos conscientes de nuestra pequeñez al mismo tiempo que experimentamos la inmensidad de Dios.

La Catedral no es sólo un icono de la ciudad o de la historia británica sino además símbolo de una pasión Real –de la realeza-. Al parecer la sangre real inglesa es de las más arrebatadamente apasionadas. Ya antes de los escándalos románticos de Elizabeth I, mucho antes de que el Rey Eduardo VIII renunciara a la Corona Británica para casarse con Wallis Simpson una mujer americana y además divorciada, antes de que el Camillgate se colara a todos los tabloides de la prensa local e internacional –así se le conoce a la extensa difusión que tuvo en medios una conversación telefónica entre el príncipe Carlos y Camilla Parker-Bowles con contenido altamente sexual-, antes del escandaloso divorcio de Lady Di y de los paparazzi que la acosaron hasta causar su muerte y muchísimo antes de las fotos de Kate Middlenton topless o del disfraz nazi del príncipe Enrique, ocurrió la escandalosa historia de pasión entre Enrique VIII y Ana Bolena.

Católica en sus inicios, esta majestuosa catedral dejó de serlo cuando Enrique VII se enamoró de Ana Bolena. Con la intención de legitimar sus amoríos, solicitó al Papa la nulidad de su matrimonio con Catalina de Aragón, misma que le fue negada. Por lo que en su capricho el Rey decidió confabular con el entonces obispo de Canterbury para que la nulidad le fuera otorgada por él. Enrique VIII desconoció al Papa y se nombró cabeza de la iglesia inglesa o Anglicana y a cambio de su valiosa cooperación en el asunto de la nulidad, el Arzobispado de Canterbury fue nombrado el líder de ésta. La catedral de Canterbury es pues a los anglicanos lo que el Vaticano es a los católicos.

Cuando se está de visita en esta ciudad, uno no tara mucho en darse cuenta que la geografía y la vida de sus habitantes gira en torno al monumental edificio. A su derredor se encuentran una gran variedad de comercios establecidos para locales y turistas. Cerveza para grandes y gelato para todos. No es difícil encontrar un sitio donde comer o beber café antes de emprender la marcha de nuevo y hasta algunos puestos improvisados donde comprar fruta fresca cultivada en la región. Y por supuesto, no faltan nunca las tiendas de souvenirs.

En el camino se toparán con la estatua de Geoffrey Chaucer, el autor de Los Cuentos de Canterbury considerada por algunos como la mejor obra literaria de la de la Edad Media y de la que se han hecho varias obras literarias. Lo que es menos probable –pero no imposible- es encontrarse a Orlando Bloom -uno de los famosos y aún vivos- nativos del lugar- entre las calles.

En los días cálidos se antoja un picknic en los jardines de Westgate al lado del río o beberse una cidra fría en el pub Parrot, situado en uno de los edificios más viejos de la ciudad –que se remonta al siglo XV- comiendo unas papas a la francesa al estilo británico: sazonadas con sal, pimienta y vinagre.

Lamentablemente, la cocina local no es mucho mejor que la de Londres, pero por fortuna hay bastantes bebidas –vino de mesa, cerveza y cidra-, belleza arquitectónica e historia para compensar, al menos por el momento.