DEVENIRES COTIDIANOS, por Susana Ruvalcaba

Tus pies se mueven y el nerviosismo te invade. No sabes a dónde vas, pero es claro que llevas prisa. De pronto llegas a tu destino: un salón de clase. Tienes que tomar tu lugar, es día de examen. No has estudiado. Ni siquiera sabes cuál es la materia que será evaluada. ¿Cómo se te pudo pasar por alto esa prueba?, te preguntas. ¿Y desde cuándo es que vas a la escuela de nuevo? Buscas explicaciones en tu mente. Entonces te das cuenta: es sólo una pesadilla.

Una amiga de la universidad me comentó que, a pesar de que han pasado ya más de diez años de que terminamos la carrera, ésta es una de sus pesadillas recurrentes y que por ello le costaba entender la razón por la que había decidido volver a la escuela, no en una, sino en dos ocasiones posteriores. Hoy pensé en ella, que aún no sabe que esta semana volví a la escuela, de nuevo.

Había estado preparándome mental y emocionalmente para este día, el cual inicié mucho más temprano que cualquier otro en meses. Pedí el coche con una hora de anticipación –aunque el trayecto me toma usualmente de 35 a 45 minutos-.

Estaba lista para aprender. Contaba no sólo el ánimo sino con la emoción de pisar el salón de clase. Pero la Ley de Murphy tenía otros planes para mí. Y una especie de deja vu a otros de mis primeros días de clase, empezó a pasar delante de mis ojos.

La última vez que tuve un primer día de clases llegué corriendo al aula, tarde. Aquel salón era muy pequeño y tuve que atravesarlo para poder tomar el último asiento disponible. El profesor empezó entonces su exposición y pidió que nos organizáramos en equipos para una pequeña discusión. El tema era sobre medios y sin duda interesante. Empecé la discusión con mi equipo asignado y de pronto pregunté: ¿es esta la clase de derechos humanos? Las chicas negaron con la cabeza al tiempo que el profesor me pedía que fungiera como la vocera del equipo, a lo que respondí diciendo que estaba en la clase equivocada, misma que interrumpí para atravesar el aula y salir por la puerta, tras disculparme por la interrupción.

El tráfico lejos de disiparse se complicaba y se hacía evidente lo inevitable: iba a llegar tarde.

Llevo un poco de prisa, le había dicho al chofer que manejaba con toda la calma del mundo. Necesito llegar antes de las 8:30 a.m., dije como segunda advertencia. El navegador decía que habíamos llegado al plantel, quizás es una entrada alternativa, pensé con dejo optimista. ¿Vienen a la universidad? Preguntó el vigilante y tras mi gesto afirmativo, informó que la universidad quedaba a unas decenas de metros más adelante.

Tengo clase a las 8:30 a.m. y voy tarde, solté de golpe y el chofer se empezó a contagiar con mi desesperación. Encontramos la entrada a la universidad –una que está literalmente al lado opuesto del edificio al que necesitaba presentarme-. Nada más va a llegar un poquito tarde, dijo él chofer como tratando de animarme. El problema es que no debo de llegar tarde, porque soy la profesora, le repliqué.

Estuve ahí, por hora y media, escuchando las presentaciones de cada uno de mis ahora alumnos de segundo semestre y dándome cuenta de las poquísimas cosas que tenemos en común. Qué gran reto es esto de formar profesionales, pero sobre todo, de formar personas. Vinieron a mi mente mis profesores universitarios –algunos de los cuales me inspiraron y me dieron lecciones de vida que aún ahora atesoro-. Cada alumno es una experiencia nueva y una responsabilidad.

Me inicio en este rol con un pensamientos invadiendo mi mente: heme aquí y que dios los agarre confesados.