LA MÚSICA NO SE NIEGA A LOS INCULTOS MUSICALES

DEVENIRES COTIDIANOS, por Susana Ruvalcaba

La música siempre me toca a través de sus amantes, digo cada que se cruza en mi camino un melómano más. A diferencia de aquellos que la aman, yo puedo pasar días y semanas sin escucharla de manera deliberada a pesar de que en casa mi mamá era ferviente radio escucha –razón por la que me sé la letra de casi todas las canciones de Yuri, Lupia D´alesio y José José entre otros- y la costumbre de mi padre que cuando estaba en casa, no perdía la oportunidad de poner los discos de Ray Conniff y de los exponentes del rock de su época –Enrique Guzmán, Angélica María, Alberto Vázquez- resulté ser un adulto poco musical.

Mi tendencia -como ya algunos se habrán dado cuenta- es más hacia las letras que a los acordes. Y es por ello que cada vez que alguien me habla de una canción, trato de escucharla, al mismo tiempo que voy repasando su letra, explorando la emoción que contiene, reconociéndola. Y mi identificación personal con ella tiene más que ver con su poesía que con al ritmo de la melodía.

Sin embargo, me parece que todos, incluidos los iletrados musicales como su servidora, tendemos irremediablemente un soundtrack que musicaliza y define momentos importantes en nuestras vidas, desde las canciones de los festivales del día de las madres, hasta el vals de quince años y la canción que las parejas elijen para bailar en su boda, por ejemplo.

Pero también hay otras, menos públicas y más espontáneas que aparecen ahí, en ese momento justo de nuestra vida y que resumen ese sentimiento o que retratan perfectamente, entre letras y acordes, ese momento preciso de nuestra vida, volviéndose así una parte de nuestra historia.

Todos tenemos esa canción que es como el veneno que nos mata de apoco. ¿Quién no reconoce las borracheras de dolidos cuando empieza a oírse la voz de alguno de los Fernández, de Juanga, del Buki? Cada cual tiene una historia de desamor que empata con ese momento particular de corazón roto y ardor que, cual placer culpable, seguimos saboreando cada que esos acordes nos acarician los oídos.

Y por supuesto, antes de esas que nos duelen, están aquellas que en su momento reflejaron nuestro júbilo y esperanza en la cúspide de cualquier enamoramiento. Rock, pop, baladas, contemporáneas o de antaño, en español o en inglés. Esas canciones se quedaron con nosotros a manera de ilusión, de promesa, de deseo tejido con felicidad.

Pero también están aquellas que nos dan esperanza, que se vuelven un himno que se ve de alguna manera contagiado en generaciones: Like A Rolling Stone, La Vida es un Carnaval, I Will Survive, Another Bick on the Wall, Imagine, Wonderwall, El Triste, With or Without You, Stay by Me.

En mi caso personal, hay canciones íntimamente ligadas a mi vida. A momentos particulares pero que me remiten también a personas a las que les he asignado el significado de alguna de ellas. Personas que a veces ya no forman parte de mi presente pero cuya presencia emerge de nuevo cada vez que suenan aquellos determinados acordes.

Yo, que soy una inculta musical declarada, me atrevo a decir que la música sirve para ayudar un poco a entendernos a nosotros mismos, para que atesoremos con ella instantes irrepetibles y dolores superados, para guardarse en nuestra memoria y pintar con sus notas los recuerdos que al ritmo de cada canción significativa nos vibran de nuevo en la piel diciéndonos: esto es parte de ti, para siempre.

La música es pues un lazo, invisible y hermoso, que nos mantiene conectados con nosotros mismos y con otros.